En esa práctica del “y si…”, la película cambia varios hechos de la biografía de la malograda escritora, víctima de la tuberculosis cuando solo tenía treinta años, imaginándola como alma mater de su propia novela romántica. Al contrario, por ejemplo, que en “La emperatriz rebelde”, donde ciertos anacronismos formales desplazan a Sissi a la contemporaneidad, O’Connor prefiere que la elegancia torrencial de la puesta en escena sea suficiente para retratar a Emily como una mujer fuera de su época, con su alergia a los protocolos sociales de la Inglaterra rural del XIX y su agreste independencia de criterio como signos de un protofeminismo ahogado por el temor al rechazo y el ostracismo.
Perdiendo el aliento en la tensión sexual entre Emily y William, la película logra, no obstante, sus mejores momentos cuando relata su relación con sus hermanos, conflictiva en el caso de Charlotte, cómplice y luego trágica con Branwell, que la inicia en el consumo de opio y compite con ella en aspiraciones literarias (¡qué hermosa es su despedida oculta entre las sábanas tendidas!). Como ocurría en las inspiradas adaptaciones de “Orgullo y prejuicio”, de Joe Wright, y de “Jane Eyre”, de Cary Fukunaga, por poner dos ejemplos afines de películas que desafían su condición de clásicos literarios con un músculo visual plenamente contemporáneo, “Emily” parece liberarse de la rigidez canónica del ‘heritage drama’ en la energía de sus formas, que sacan partido de la excelente, magnética interpretación de Emma Mackay, cuya ruda impertinencia, combinada con una progresiva fuga hacia la locura de amor grabada en su mirada enorme, casi de ‘anime’, sostiene la película con sorprendente autoridad.
0 comments:
Post a Comment